
30 Abr ¿Juzgar? ¡Que juzguen los jueces!
Por Pedro Alonso Gil
Participar en el proyecto de la Fundación Dádoris supone un proceso de descubrimiento contínuo. Y no me refiero solo a conocer una realidad existente como la de que hay jóvenes excelentes en España que no pueden acceder a estudios superiores por falta de recursos económicos en sus familias. Me refiero a un proceso de aprendizaje personal, de descubrimiento del mundo con otros ojos. Es pasar de un mundo profesional, donde por tu situación privilegiada –tuya y sobre todo, de la empresa para la que trabajas- continuamente recibes: recibes ofertas, peticiones, halagos, propuestas de colaboración; a un mundo, el de la Fundación, en el que continuamente pides: pides ayuda de voluntarios, pides ayuda financiera –a particulares y empresas-, pides ayuda en forma de servicios, pides…
Ya sé que no pides para ti, lo haces para la Fundación, y eso facilita la situación, pero sin duda, las tornas del control de la situación, del poder en la relación, han cambiado. Y tú no eres el “master del universo”.
En esta nueva situación, convencido como estás de la justicia de tu proyecto, y por ende de tu petición, recibir negativas, explícitas o silenciosas, duele. Y tras el dolor, viene la tentación de enjuiciar al otro, incluso de criticar su acción o su actitud. En la Fundación Dádoris tenemos unos principios operativos que son:
- Hablamos de la Fundación a todo el mundo que pregunte o se deje informar.
- Pedimos ayuda. De cualquier tipo: colaborativa o financiera.
- Siempre damos las gracias. Aunque sólo sea por escuchar, y
- No juzgamos nunca las respuestas, positivas o negativas, explícitas o tácitas, suficientes o insuficientes.
Este último principio operativo, no juzgar, que bien podíamos tenerlo intuitivamente, nos fue refrendado por una experiencia vital que nos ofreció la labor de Dádoris y que voy a compartir.
Estaba reunido con uno de nuestros socios fundadores cuando me comentó la oportunidad de contactar a un posible mecenas al que le había hablado de la fundación y había mostrado un vivo interés en colaborar. Vivía en otra ciudad así que aproveché, uno de mis viajes a dicha ciudad, para tener un encuentro con él. Me invitó a desayunar en su empresa y después de una charla distendida, donde pudimos hablar del proyecto, de sus preocupaciones por ayudar a los demás y constatar que había una empatía personal y profesional significativa y que me mostraba unas enormes ganas de colaborar con nosotros, quedamos en que yo le enviaría más información para que él, además de ayudarnos personalmente, pudiera involucrar a su firma. Era un día frío de finales de noviembre.
Así lo hice en la semana siguiente; le envié información y aproveché para felicitarle las Navidades. Me respondió y quedamos en volver a hablar a la vuelta de vacaciones, en enero.
A finales de enero tuve noticias de que había sido promovido a socio de su firma y le envié un mensaje de felicitación al que me respondió dando las gracias muy cariñosamente.
Pasaron las semanas de febrero y marzo y no volví a tener noticias suyas. Creo que en algún momento le envié un correo ofreciéndome a ampliar la información si lo consideraba necesario. No obtuve respuesta. A finales de marzo, volví a verme con nuestra socia y me preguntó por la persona con la que me había puesto en contacto. Le dije que, tras unas primeras interacciones muy alentadoras, no había vuelto a tener noticias suyas. Quizá le habían surgido otras iniciativas más interesantes o quizá nuestra propuesta no le había parecido adecuada. No sabía y no quería ser pesado.
En el fondo, tras mi duda, mi desconocimiento, aleteaba una sombra de desconfianza y – posiblemente crítica – sobre mi actuación y sobre sus intereses para colaborar con nosotros. Pero que afortunadamente se resolvió con un “¿Y quién soy yo para juzgar a nadie?”.
Un par de semanas más tarde leí en un periódico económico la siguiente noticia:
Fallece don XXXX, 38 años, socio de la firma XXXXX, tras sufrir una breve y fulminante enfermedad.
Me quedé clavado, en estado de shock. No me podía creer lo que estaba leyendo. Esta persona había pasado, en un par de meses, de tener un extraordinario éxito profesional a sufrir la trágica noticia de su enfermedad y posterior fallecimiento. ¡Cómo iba a preocuparse de nuestra fundación cuando estaba viviendo esa tragedia!
Unida a la lógica tristeza de la situación, aprecié el valor de nuestro principio de no juzgar a nadie. ¿Qué sabemos de las circunstancias de cada uno? ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? ¿Por qué no va a haber otras iniciativas más sugerentes o necesarias?
Esta humildad, cierta y necesaria, nos hace ver el mundo con más tolerancia, con más afecto y – por ende – nos hace más felices; sin por ello confundirla ni eliminar el sentido crítico que nos tiene que acompañar para crecer. Un sentido crítico que debe empezar por nosotros y que nos lleve a superarnos. Un sentido crítico que busque lo positivo y que proponga, sin imponer; que muestre sin forzar y que abra oportunidades de colaborar y no cerrar los caminos a los demás. Pero este es un tema para otro momento.
D.E.P.
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