
29 Oct ¿La educación hace personas?
Por Beatriz Alonso
No hace falta decir la importancia que se le da a la educación hoy en día. Está demostrada una correlación directa entre el desarrollo de las naciones y el nivel educativo de sus ciudadanos, como bien muestran indicadores como el IDH. Si bien la educación superior, aunque con un formato diferente al que tenemos hoy en día, ha existido durante un largo período de tiempo, es tan sólo en las últimas décadas que ha llegado a ser ampliamente accesible para toda la población, al menos en los países occidentales. Como parte de sus objetivos de desarrollo sostenible que deben alcanzarse antes de 2030, la UNESCO cita como meta «asegurar el acceso en condiciones de igualdad para todos los hombres y las mujeres a una formación técnica, profesional y superior de calidad, incluida la enseñanza universitaria» (UNESCO: 2020). Aparentemente una prioridad en alza, tras conseguir la universalidad de la educación primaria, ¿qué hace que la educación superior sea tan deseable?
Aunque la educación superior al principio se utilice como un método para adquirir las habilidades suficientes para acceder a un trabajo mejor remunerado y conseguir un prestigio social, es mucho más que eso. Las universidades son agentes de cambio, una cadena utilizada no sólo para crear el conocimiento sino para transmitirlo a las siguientes generaciones. Durante la universidad, no sólo se adquieren habilidades técnicas, sino que antes de digerir el conocimiento, se puede impugnar y discutir. La educación superior es una red para forjar individuos, y gracias a la globalización, ese conocimiento ya no proviene de sólo una fuente.
Además, tenemos que reconocer la importancia de las “soft skills” que también se desarrollan durante nuestra época universitaria. No debemos olvidar que este es un período de tiempo en el que los jóvenes todavía están construyendo sus personalidades. Gracias a la globalización, los estudiantes están expuestos a entornos multiculturales, ya se trate de interactuar con estudiantes internacionales o con estudiantes de diferentes orígenes, edades y gustos. Los estudiantes universitarios no sólo necesitan adaptarse rápidamente a este nuevo entorno, sino que también tendrán que aprender a comunicarse, ya sea para hacerse amigos o para hacer que un proyecto funcione. Por último, la universidad es única en su capacidad de transformar a estudiantes en individuos independientes que tendrán que aprender a abordar problemas por sí mismos, a gestionar su propio tiempo y, lo que es más importante, a desarrollar un pensamiento crítico.
Por lo tanto, se considera que la universidad es un actor clave para dotar a la sociedad de personas cultas, libres y críticas, que en el futuro liderarán diferentes tipos de cambios, que van más allá de un mero desarrollo personal y/o profesional.
Si bien los argumentos expuestos refuerzan nuestro lema «la educación hace personas», cabe destacar dos puntos que no se pueden pasar por alto.
En primer lugar, sería ingenuo no comentar las imperfecciones del sistema de educación superior en España. Aunque abordarlas va mucho más allá del alcance de este artículo, hay que señalar la cuestión principal: la sobrecualificación de los graduados. De hecho, cuatro años después de graduarse, casi un tercio de los graduados no ha encontrado un trabajo que coincida con sus habilidades (Ramos: 2017). Se han encontrado dos factores principales que explican este problema, aparte de la incapacidad del mercado laboral para adaptarse al creciente número de graduados.
Por un lado, la elección de los estudios (es decir, se observa una mayor sobrecualificación en carreras humanísticas) (Ramos: 2017). Por otro lado, análisis estadísticos han demostrado el papel que desempeña el origen social. Aunque una carrera proporcionará a los estudiantes las mismas habilidades técnicas, algunas competencias sociales, muy valoradas por los empleadores, se adquieren más fácilmente en individuos cuyos padres tienen una educación superior (Ramos: 2017).
Este, desde nuestra humilde opinión, es “el elefante en la habitación”. El gran problema de la desigualdad de oportunidades, que no puede ser resuelto simplemente dándole un apoyo económico a las personas. Seamos más transparentes e informemos claramente: ¿Qué oportunidades les esperan a los jóvenes tras acabar la carrera que han elegido? ¿Por qué no calificar con cuartiles en vez de notas para informarle bien al mercado cuan buenos somos? ¿Por qué no orientar más a los jóvenes sobre cómo formarse transversalmente para poder preparar mejor su entrada al mundo laboral? Abramos el debate.
En segundo lugar, es crucial señalar que no existe un único camino hacia el desarrollo y el éxito, y que, si la educación superior es el elegido, esto debe depender de cada individuo. De hecho, no sólo la universidad forma personas y profesionales, hay muchas otras vías, como la formación profesional, igual de valiosas. Pero lo más importante, es que todos los trabajos son dignos e independientemente de su remuneración, igual de necesarios (como lo ha demostrado esta crisis del Covid). Por lo tanto, la clave es que cada individuo forje su propio camino, cualquiera que sea, basándose en sus capacidades y deseos, para alcanzar la felicidad.
En otras palabras, en la Fundación Dádoris creemos firmemente en la importancia de que cualquier individuo tenga el derecho a desarrollar su talento, independientemente de su situación económica personal o familiar. Y si también sobresalen en sus campos, pensamos que ese apoyo no debe ser sólo económico sino además de tutoría y orientación, para que puedan sacar el máximo fruto a esta etapa de sus vidas. El mero fin de nuestro trabajo es ayudarlos a alcanzar el estado en el que quieren estar y la persona que quieren ser. Por su bien, y por el bien de toda la sociedad.
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