Meritocracia: verdad o mito

Por Pedro Alonso

La Fundación Dádoris existe porque creemos que los valores de talento, el esfuerzo y la resiliencia conducen a la excelencia y en una sociedad meritocrática, la ausencia de medios económicos, no debería privar a quien tiene dichos valores, alcanzar el éxito. Creemos en la meritocracia como principio inspirador de asignación de responsabilidades y recursos.

En múltiples ocasiones he tenido la impresión de que esta exaltación de la meritocracia era un tópico, indiscutible y tan comúnmente aceptado, que quizás era irrelevante hacer de ello una causa o ni tan siquiera mencionarlo expresamente. Sin embargo, la lectura reciente de un artículo en la prensa titulado “Contra la meritocracia” llamó mi atención y tras una somera búsqueda en Google me di cuenta, con estupor, que había innumerables artículos (por cierto, muchos de ellos publicados en el mismo diario) que condenaban a dicho principio como un mito, injusto, causa de la desigualdad e incluso favorecedor de la corrupción en esta sociedad.

La primera reacción instintiva, después de superar la estupefacción, es pensar que la mediocridad, que se observa en múltiples ámbitos de la vida, saca sus garras para defenderse y sin que basten sus logros prácticos quiere conseguir que también en el terreno conceptual primen sus reglas. ¿Qué es lo que defienden como alternativa? Supongo que no el nepotismo, ni el amiguismo ni el compañerismo ideológico.

Volvamos a las raíces y con la frialdad del análisis intentemos averiguar de qué se le acusa en verdad. ¿Cómo define la RAE la meritocracia? Su definición: Sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales.
De la lectura de sus críticos, se deduce que el ataque a la meritocracia viene por tres frentes: por un lado, asumir la meritocracia supone que se aceptan postulados jerárquicos y por lo tanto, el ataque desde postulados igualitaristas es entendible. Por otro lado, se ataca a la meritocracia por lo que tiene de injusta al no disponer todo el mundo de las mismas oportunidades. Y por último, la dimensión personal, atribuir el mérito, de forma sustancial, al individuo.
En el primer caso, se ataca la desigualdad del resultado; en el segundo, la desigualdad en la base de partida y en el tercero, la atribución del resultado a las acciones del individuo y no al grupo o incluso a la suerte.

La argumentación en defensa de la meritocracia no puede ser una defensa global sino que tendrá que venir por cada uno de esos frentes.
En lo que se refiere a la necesidad de jerarquía esta nace de la propia complejidad organizativa de las sociedades, por muy pequeñas que sean. Cualquier grupo, colectivo o actividad mínimamente compleja requiere una organización y de ella nacen unas responsabilidades diferentes y por ende unas jerarquías. A partir de ahí el esquema jerárquico tiene múltiples opciones e implementaciones. Así, tenemos organizaciones como la iglesia católica que es capaz de gestionar más de 1.000 millones de fieles con menos de 5 niveles jerárquicos y algunas administraciones públicas y organizaciones privadas que necesitan más de 10 niveles organizativos para gestionar algunos cientos de personas. La eficiencia es para otro debate. Pero en todos los casos, existe jerarquía.

El ataque desde los postulados de la injusticia que supone que no todos tienen las mismas oportunidades tiene una manifestación brillante y poderosa, pero conceptualmente errónea. Una cosa es dar las oportunidades y otra que en el momento de tomar la decisión de asignar la responsabilidad se haga con un criterio meritocrático o de otro tipo. Arreglemos la necesidad de dar oportunidades. A quien se las merezca, por supuesto. Los recursos son escasos y nada es gratis. Tenemos que ser cuidadosos con ellos y para dar, primero hay que conseguir y luego distribuir. Asumiendo que la igualdad absoluta de oportunidades es una quimera imposible de conseguir salvo en regímenes dictatoriales (y con resultados nefastos para las personas). Oportunidades para los que se lo merecen, todas. Igualdad de oportunidades para los que no tienen capacidad y a expensas del trabajo de otros, de ninguna manera. Por supuesto que todo el mundo tiene capacidades destacables en algún ámbito de su vida y en esos ámbitos, la falta de recursos económicos no debe ser nunca un lastre, pero el apoyo social debe venir por la capacidad y el compromiso, no del mero deseo sin capacidad.

Una vez conseguida esa cierta homogeneización de partida, con las ayudas que sean necesarias, insisto: ¿Qué otro sistema alternativo a la meritocracia proponen para atribuir responsabilidades? ¿Abusar de un sistema democrático para todas las instancias y campos de actuación? En campos donde cierto conocimiento técnico es fundamental, es necesario demostrar el mérito. Nadie elegiría a un cirujano por votación democrática sin haber demostrado previamente sus aptitudes. Sin embargo, quizás, se puede elegir un ministro, incluso de Sanidad, sin conocimientos técnicos sanitarios, a la espera de que tenga otros más adecuados para el puesto. Definir dichas áreas, donde aplicar uno u otro criterio, no es fácil, y existe mucha tentación, especialmente cuando las cosas van bien, a pensar que van solas; hasta que llegan los problemas. En ese caso, nos acordamos de la importancia de haber acertado con la persona adecuada y con los méritos apropiados. Mientras tanto, sigo pensando en lo referente a la meritocracia, lo mismo que opinaba Winston Churchill sobre la democracia que: “la democracia es el peor sistema de gobierno que conozco, a excepción de todos los demás”.

Por último, la atribución del resultado a las acciones del individuo y no al grupo o incluso a la suerte. Es cierto que no hay una correlación absoluta entre talento y esfuerzo individual y éxito. Para empezar, todos necesitamos apoyarnos en los demás, incluso los individuos más geniales reconocen con humildad dicha evidencia. (Isaac Newton. “Soy un enano sentado sobre hombros de gigantes”). Pero una cosa es un humilde reconocimiento de la herencia recibida y otro no reconocer la grandeza de la aportación realizada por individuos concretos que son los que generan el progreso, no las masas. Ahogar al individuo, anulando su mérito y el reconocimiento, moral, económico y social, es condenar al grupo al estancamiento o incluso al retroceso. Y en lo que respecta al factor suerte, por supuesto que existe y su aleatoriedad no justifica mérito, pero tampoco puede restar a los dos elementos que conforman la ecuación. Y en un mundo sin certezas absolutas (salvo la muerte y los impuestos) la estadística nos ayuda a entender que esos dos elementos restantes, tienen un impacto muy significativo, en mucha gente, en la mayoría de las situaciones. Y si no, ¿en qué otros elementos basamos el reconocimiento?

En resumen, desde Dádoris seguiremos apoyando la meritocracia sin que los elementos económicos de partida impidan que, quienes tienen talento y están dispuestos a esforzarse, alcancen la excelencia que ameritan. Por su bien, por nuestro bien y el de todos.

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