
13 Ago Motivación: Mitos y realidades
Si preguntamos a un deportista por qué compite dirá que para ganar. Su principal motivación es triunfar Para conseguirlo se esforzará al máximo, durante los entrenamientos y en la competición. El paradigma es cuando nos ponen como ejemplo a Rafael Nadal y nos dicen que la diferencia entre él y todos los demás tenistas de élite (excluidos Federer y Djokovik) es que tiene una fuerza mental superior, una motivación para ganar que supera a los demás y que aflora incluso en los momentos más difíciles cuando todo está perdido. Desde el respeto y admiración máxima que siento por él, pero creo que no es un ejemplo relevante para la inmensa mayoría de nosotros. Incluso su tío, entrenador durante la mayor parte de su carrera, reconocía que lo que hacía con Rafa Nadal no lo aplicaba a sus propios hijos. Buscar la motivación en el triunfo, cuando se han ganado 18 Gran Slams, 31 Masters 1000, 20 Masters 500, una medalla de oro olímpica y 4 Copas Davis (por mencionar solo los más importantes) es una vía de motivación válida para unos poquísimos jugadores. La mayoría, incluso entre los profesionales, tienen que convivir con la derrota como compañera habitual de viaje. Jugadores magníficos como Feliciano López, después de más de 20 años de carrera y casi 1000 partidos jugados como profesional sólo ha ganado 7 torneos individuales (0,7%) y ha perdido casi el 50% de los partidos que ha jugado. Sinceramente, creo que podemos aprender más de la motivación de jugadores como Feliciano que como Rafa.
¿Y cómo aplica esto a la educación?
Le preguntaban a un gurú de la educación, Kane Bain, cuál era la clave del éxito de los mejores modelos educativos y su respuesta era: La motivación[1]. Otra vez la dichosa palabra. Pero, ¿a qué motivación se refería? Desde luego es evidente que para desarrollar una acción es preciso una razón o motivación para hacerlo. No hace falta ser un seguidor de Parménides, para comprender que para generar un movimiento, o gasto de energía, hay que tener una razón o un motivo. Pero cuáles son esos motivos que pueden motivar a un estudiante a realizar un esfuerzo real por aprender y por lo tanto educarse.
Algunos padres apelan a lo inmediato: Te compro una bicicleta si apruebas el curso. A pesar de que a todos nos parece muy burdo, todos sabemos que es un recurso, en sus diferentes variantes, muy utilizado, por los padres y en las empresas (te mejoro el bonus…). Pero si lo reflexionamos un poco, no debe ser esa la motivación a la que se refiere el profesor Bain, ni la motivación que lleva a Feliciano López a dedicar su vida al tenis.
Sigamos profundizando por el camino de la motivación en la educación. Quizás la motivación para estudiar esté en pasar el examen (ganar partidos) o quizás más allá, en sacar un título (educativo o deportivo) que le permita ganarse la vida. Para muchos puede ser suficiente (y me alegro por ellos)pero quizás no está en la esencia, ni de lo que somos como seres humanos ni en la raíz y potencia de lo que nos dará “combustible” para seguir adelante en el camino de nuestro desarrollo, plagado indudablemente de reveses y fracasos (derrotas). Prefiero pensar ( y la ciencia lo respalda continuamente) que el ser humano es un ser curioso por naturaleza y que al igual que se expresa en la parábola de los talentos, siente la responsabilidad de conocer sus límites, de extraer el máximo de lo que lleva dentro y en esa lucha, en ese camino, el único fracaso es no intentarlo. Y es por esa senda de la curiosidad, del conocerse, a uno mismo y a su entorno, como podemos motivar a las personas a desarrollarse sin miedo al fracaso, con la seguridad de hacer lo que tenemos que hacer para llegar a ser lo que llevamos dentro. Alguien dirá, y con razón, que ese camino educativo motivacional ya lo inventaron los griegos con el método socrático. En lugar de limitarse a escuchar al docto profesor, su método consistía en la pregunta que despertaba el interés y la curiosidad por aprender. Así es y lo que no acierto a comprender es cuándo y por qué nos perdimos en el camino y decidimos seguir el camino del Magister impartiendo doctrina y conocimiento desde el púlpito o el estrado. Quizás la desde la escolástica y quizás porque así se evitaba la libertad de pensamiento, peligro indudable para los doctrinarios.
El reto es enorme para todos: estudiantes y profesores. Como profesor no basta acudir a la clase con un discurso hecho y repetido múltiples veces, sin riesgo ni posibilidad de salirse de un guión establecido (quizás roto por alguna pregunta inoportuna). El profesor afronta un doble reto: guiar por un camino desconocido y quizás llegar a destinos/preguntas desconocidas incluso para él y compartir el liderazgo de ese camino.
De esa manera conseguimos algo adicionalmente muy relevante que es dar protagonismo al estudiante. Pasa de una actitud pasiva, de escucha y reflexión –en ocasiones-; a otra proactiva: de trabajo inicial preparatorio en solitario, de preguntas, de discusión en grupo, de escuchar visiones distintas de sus compañeros, de contrastar sus motivos, de valorar su propia opinión y de construir sus propios pensamientos. Así hacemos a las personas libres, las educamos para hacer de ellas ciudadanos libres, que afrontaran realidades desconocidas y aprenderán de ellas, ahora y en el futuro, que se sentirán responsables de sus opiniones y sus actos. Conscientes de sus derechos pero también de sus obligaciones. Personas al fin y al cabo.
Termino recordando a mi padre diciéndome: “no esperes que te regale nada por aprobar un examen o por sacar una magnífica nota. Lo que hagas, es para ti. Solo tú sabes lo que puedes conseguir y a ti no puedes engañarte. Si no te esfuerzas, si no estudias, te habrás fallado a ti por no aprovechar todo lo que tienes dentro. Tú decides”.
Gracias papá.
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