
21 Jul El riesgo de mimetizar solidaridad con fraternidad
Por Pedro Alonso
La revolución francesa colocó en su frontispicio ideológico un lema inspirador que ha perdurado hasta nuestros días: “Liberté, egalité et fraternité”.
Bien es cierto que el sentido que se le daba en esos momentos a la fraternidad distaba mucho de su interpretación actual e incluso del origen etimológico (del latin frater, hermano) o del sentido que se le daba entre los cristianos de hermandad entre los hombres (hombre en sentido amplio, hombres y mujeres, que como hijos de Dios, son hermanos). En ese momento, los revolucionarios franceses aplicaban al concepto político de fraternidad un significado restrictivo: los “hermanos que comulgan con unas mismas ideas políticas”.
Afortunadamente la palabra ha perdido esos resabios ideológicos y ha recobrado su significado más original: amplio, afectivo y generoso. Sin embargo, su “popularidad” en el vocabulario colectivo ha ido perdiendo fuerza y en su lugar se prefiere la palabra Solidaridad. Con ello imagino que se quiere prescindir de los aspectos o connotaciones religiosas del término. Pero no nos equivoquemos, las implicaciones/motivaciones son mayores, como intentaré explicar en este artículo.
Fraternidad es un término difícilmente aprensible jurídicamente. Prueba de ello es que, a pesar de estar incluido en la Constitución Francesa no ha sido hasta el 2018 cuando ha tenido una aplicación concreta como principio jurídico y está presente en muy pocos ordenamientos jurídicos. El motivo es claro, la fraternidad hunde sus raíces en la voluntariedad de un sujeto, en su libertad y no puede, por tanto, atribuir ningún derecho a contraparte; cosa que sí puede conseguirse desde planteamientos que apelan a la solidaridad.
Pero es que, además de unas raíces entroncadas en la libertad, tiene una dimensión de alteridad por la que las hojas de este árbol enganchan con la igualdad. Sin la creencia de sentirse igual a otro ser humano, sin actuar para acercar/ayudar a otro hombre, no tiene tampoco sentido hablar de fraternidad.
Esta dificultad jurídica de plasmar la Fraternidad en un artículo de un código legal, no debería excluir, sin embargo, su presencia en el derecho. Quizás por la vía de la interpretación jurisprudencial, como un principio general del derecho. No en vano está en la esencia del ser humano la generosidad, el altruismo que tanto sorprendió a Darwin en sus estudios biológicos. Nunca podría ser una incorporación como la de un precepto legal directo pero tendría su función.
Dejemos abierta esa puerta para que el derecho pueda seguir el camino de la verdad, la bondad y la belleza. Y podríamos dar curso a que la Fraternidad entre en nuestro devenir jurídico, que aunque no tenga en nuestra cultura las raíces jacobinas o masónicas de otros países, las tiene en nuestra cultura judeo-cristiana.
La solidaridad, sin embargo, sí que plantea una obligación o derecho (la RAE define solidaridad como el hecho de ser solidarios una obligación o un derecho). Y por lo tanto, sí que puede cumplir la función instrumental que se busca de equilibrar, de ayudar a los demás y todo ello desde el respaldo del Derecho y sus códigos y Leyes. Encaja perfectamente. No hay más que acudir a nuestra Constitución para confirmar su presencia en varias ocasiones y en capítulos muy relevantes de la misma. Se expresa con firmeza e incluso se apela a que el Estado garantice dicha Solidaridad en aras a conseguir un equilibrio (que no igualdad) entre las distintas partes de España.
La tentación a equiparar ambos términos, Solidaridad y Fraternidad, fuera del ámbito legal es muy grande. Su apariencia, sus ropajes, son muy similares: Bello mimetismo.
Sin embargo, es una apariencia engañosa, porque Solidaridad y Fraternidad son muy diferentes. La Solidaridad se encaja dentro de la igualdad a expensas de la libertad desde el mismo momento en que para conseguirse puede y en ocasiones se hace exigible, forzando a quien se le requiere. La Solidaridad supone un desarrollo de una interpretación de la igualdad que busca un destino, una finalidad igualitaria en el resultado, y no simplemente en la igualdad de proveer la misma situación de partida. No tiene la belleza de la voluntariedad ni la carga afectiva de la fraternidad. Incluso se puede asumir un riesgo y por un camino forzado y extremo de la solidaridad podemos llegar a destinos insoportables para el individuo y absolutamente destructivos e ineficientes para la sociedad, como bien nos lo ha demostrado la historia.
La historia nos ha dado múltiples ejemplos, individuales y colectivos, donde en aras a la solidaridad se planteaban esquemas contributivos abusivos. Individuos que han tenido que soportar impuestos que llegaron a alcanzar el 90% de tasa impositiva marginal (véase Suecia en los años 80 del siglo pasado). O qué ocurre cuando a determinados territorios de un país se le exigen transferencias que consideran excesivas ¿Hay que llegar a esos extremos para conocer los límites, ya no solo éticos o políticos, sino incluso económicos de la Solidaridad?
Tenemos que ser prudentes con cánticos de sirena nacidos de la pura razón e incluso diría que desde las buenas intenciones para diseñar con un cincel todo lo que se puede o no puede hacer, lo que es bueno y lo que no es bueno. O hasta dónde puede llegar el esfuerzo.
Por supuesto que es necesaria la Solidaridad, tiene su hueco, su oportunidad y su necesidad de desarrollo para conseguir impulsar la igualdad, pero seamos vigilantes, y como todos los remedios y medicamentos, vigilemos sus dosis.
La Fundación Dádoris ha nacido de un espíritu fraternal; por lo tanto, desde la libertad de querer dar y con la sensibilidad hacia los semejantes y querer ayudar. Nos inspiran los valores de reconocer el talento, el esfuerzo, la resiliencia y la meritocracia. Y nuestras acciones tienen el valor de hacerlo sin estar obligados.
Por lo tanto, a modo de despedida: pidamos más Libertad, más Igualdad y sobre todo mucha más FRATERNIDAD, que si funciona, es compatible con una prudente Solidaridad y puede dar incluso mejores frutos.
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