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El secreto del Atrapanieblas

Por Paco Padilla

Darwin no se separaba de la abuela Lucía. Quizás fuera el instinto de supervivencia. Habiendo muerto sus padres en aquel accidente, ella era la única imagen paterna que retenía su memoria. Su abuelo Nicolás era adusto, en el mar de sol a sol, siempre iba oblicuo en su vida, sin llegar a rozarse. La abuela era diferente; siempre estaba contenta, aunque las cosas no fueran fáciles. Y no lo eran: criar a Darwin y sus tres hermanas después de haber perdido a su hija era una prueba que superaba con ahínco todos los días. Aunque fuese el cuarto, ser el único varón confería a Darwin un extra de responsabilidad que su abuela trataba de explicarle para enfado de sus hermanas. Para ellas quedaban reservadas tareas de la casa; así la abuela pasaba más tiempo en el huerto, donde Darwin desplegaba su presunta y masculina fuerza bruta acarreando baldes con agua, la carretilla, dando de comer a los animales y demás encargos de jardinería de su adorada abuela. Su huerto era como ella: entre todos los de Chungungo, era el más alegre, el que daba mejores cosechas.

─Acá la tierra está siempre sedienta -subraya Darwin-; con el desierto tan cerca y las montañas empujando hacia el mar, sin ríos ni lluvias ni neveros en las cumbres que den tanta agua como a los vecinos del Limarí y sus bodegas de pisco.

No, esta tierra no agradece nada, pero la abuela Lucía tenía su secreto; un secreto que Darwin no tardó en conocer. Fue una vez que la abuela se torció un tobillo y en el huerto comenzaron a secarse las tomateras.

─Algo le ha pasado al cazanubes -dijo para sí, pero con voz suficiente para que Darwin escuchase ese nombre evocador y, con sus nueve impulsivos años, preguntase qué era aquello. Primero, la abuela fingió no entenderle-. Nada, hijo, es una cosa que tengo para llevar agua al huerto ─sí, fingió no entenderle a sabiendas de que era batalla perdida contra la curiosidad del nieto. Darwin insistió tanto que la abuela concedió en explicarle el misterio a cambio de dos condiciones:

─Me ayudarás a hacerlo funcionar y no podrás hablar a nadie de ello.

Como un preso abre la puerta a su libertad, el niño empujó la escotilla que daba al tejado al que nadie subía por la severa prohibición de la abuela y, al asomar la cabeza, ahí vio el extraño artefacto. En ese lugar oculto a miradas curiosas se formaba una pequeña azotea de no más de metro y medio por cada lado; unas gruesas cañas en el suelo ayudaban a sujetarse para llegar a ese pedacito secreto y allí estaba, como una pizarra de tela mirando al mar, el cazanubes. En realidad era una malla de un material resistente al viento, al sol y al salitre que la abuela había instalado allí, porque en ese costado de la casa, cada mañana, la camanchaca se dejaba buena parte de su carga de agua y, sabiamente, la abuela Lucía recogía y canalizaba ésta hasta la cisterna de la que Darwin sacaba agua todos los días con el balde. La abuela le dijo que lo inventó después de haber visto a su padre escurriéndose una camisa tras el paso de la camanchaca en su camino al cielo. Se las arregló para que el abuelo Nicolás le hiciera el hueco en el tejado y las canalizaciones y nunca más se habló del asunto. Desde aquel día, cada vez que hubo que subir a mirar algo del cazanubes, Darwin fue el titular, garantizada como estaba su discreción.

─La abuela Lucía se fue el día de Difuntos. Así, para pasar desapercibida. Estaba en su huerto, se sintió mal y se apoyó en una pared y su azada y así me la encontré, de pie, como si estuviera tomándose un respiro junto a sus paltas.

El abuelo Nicolás hacía tiempo que se había marchado; un julio muy frío después de unos días sin salir de casa, pues no se sentía bien. Cuando la enterraron, Darwin nunca había sentido tantas miradas extrañas encima. Se quedó solo con sus tres hermanas mayores, que ya estaban casadas, y él a punto de cumplir dieciséis. Acudieron al notario en La Serena para conocer lo dispuesto por la abuela y allí supieron que había legado una cantidad importante para que su nieto fuera a la universidad, por aquella época un lujo al alcance de muy pocos en Chile, mucho menos del olvidado Chungungo; pero la abuela tenía unos ahorros tan secretos como su cazanubes. Para Darwin fue desconcertante: él, que se reconocía atado a ese huerto y sus tareas mecánicas, de repente, se le abrió el cielo.

Era buen estudiante y obtuvo una plaza en la Escuela de Ingeniería Agrícola de Santiago con una beca que cubría casi el total de los gastos, por lo que se ahorró gran parte de la herencia que no dudó en entregársela a sus hermanas. Como especialidad escogió enología, pensando en buscarse un trabajo en las vecinas bodegas de los valles de Elqui o Limarí, cada vez más en auge en los años noventa. Darwin era hombre de campo, leía como nadie el lenguaje de la tierra y las plantas sujetas a ella. Tantos años junto a su abuela Lucía, retando a la Naturaleza para sacarle el máximo, le dieron la base para comprender las dinámicas ocultas que estaba estudiando. Resultó ser brillante. La universidad le renovó la beca año tras año, y en el último curso le propusieron que hiciera un doctorado que incluía seis meses de intercambio en una universidad extranjera. Tuvo que renunciar a dos ofertas de trabajo en las bodegas más importantes del norte del país, que se atrevían a hacer vinos dejando el pisco de lado. Echaba de menos Chungungo, pero al mismo tiempo intuía que nada de lo que allí le esperaba sería lo mismo.

Cuando le tocó escoger el tema sobre el que elaborar su tesis, él mismo se sorprendió diciéndole “cazanubes” al profesor que la dirigiría. Tras no pocas disputas con él, su alcance quedó cerrado, incluyendo que gran parte de los trabajos experimentales se realizasen en Chungungo. Acotó el vallado de El Tofo que heredó de sus padres, al que paulatinamente fueron llegando, primero, investigadores desde Santiago y luego, cuando Darwin inició su intercambio en el MIT, desde Boston, lo que para sus habitantes resultaba tan habitual como las visitas de extraterrestres. Con el tiempo, el cazanubes de la abuela Lucía fue renombrado atrapanieblas; servidumbres del idioma inglés que expandió su proyección internacional y, gracias a ella, su funcionamiento, perfeccionado más tarde con la colaboración de ingenieros españoles e israelíes, dando paso así a la etapa divulgativa, que llevó a Darwin de viaje para conocer las esquinas más áridas del planeta.

─Por eso fui a España. Me invitaron a visitar La Geria, en Lanzarote; me pareció interesantísimo lo que hacen con la Malvasía en ese lugar desolado, enterrando las cepas y recogiendo el agua, casi gota a gota, con ayuda de las piedras volcánicas. El rendimiento ahí -me dice- puede parecer heroico o ridículo a un productor de vinos, según sea el lugar del mundo de donde provenga.

Tenía que ser Lanzarote, me decía para adentro mientras Darwin me contaba cómo ayudó a los canarios a cobrarle al subsuelo su peaje húmedo incrementando el rendimiento y la calidad de las uvas. Esa isla le recordaba tanto a su tierra. Se enamoró del legado de César Manrique, fallecido hacía poco, que había transformado las retorcidas aristas de un peñasco de lava oscura en perfiles propios del Egeo, y así ubicó a esa isla de mis tormentos en el mundo del Arte y del turismo; un Leonardo isleño que supo dónde escribir la estrofa que hiciese de Lanzarote un verso.

El atrapanieblas puede llegar a ‘cosechar’ hasta diez litros por metro cuadrado de malla, así que el huerto de Darwin sigue siendo el más alegre de Chungungo. Me da a probar agua de un caño que fluye directamente de arriba; su sabor tiene el rastro mineral de un arroyo encajonado en la montaña, pero nada queda del salitre y las algas que horas antes flotaban en ella.

Poco después de publicar acerca de lo realizado en Canarias, recibió una extraña llamada pidiéndole asistir a una reunión con una persona en un hotel de Washington para hablar de sus trabajos.

─Me pagaban el vuelo en primera clase, la estancia en un hotel de lujo y gastos menores. Tenían mucho interés, ¡desde luego! ─Darwin no disimula una traviesa expresión de codicia.
En una sala de reuniones privada, le esperaba un hombre de su edad que, al presentarse, no dio más que su nombre; ni una empresa ni una indicación al sentido último del encuentro. Las preguntas saltaban de asuntos científicos a sus opiniones sobre el régimen militar, y ante cualquier repregunta se topaba con evasivas disfrazadas de sonrisas de cartón. Darwin se sentía cada vez más molesto, hasta que, tras dos respuestas cortantes de su parte, una puerta se abrió tras él y entró una mujer de unos cincuenta años que interrumpió al cada vez más azorado entrevistador y, con una mirada ya plena de franqueza, se dirigió a él:

─Disculpe tanto secretismo que parece que sólo obedece a la desconfianza, pero no es más que un protocolo que debemos seguir, con un celo especial cuando a quien entrevistamos no es ciudadano de Estados Unidos.
Se llamaba Sharon y trabajaba en la NASA. Se habían interesado por los trabajos de Darwin pues tenían relación con una misión en la que llevaban tiempo trabajando: enviar seres vivos al planeta Marte; primero serían plantas y organismos sencillos y más adelante acabarían enviando a humanos.

─¿Entiende entonces nuestro interés en conocer cómo extraer humedad de un suelo hostil? -concluyó logrando el casi instantáneo asentimiento de Darwin, y continuó con tono casi susurrante-. Ahora yo me he jugado mi puesto contándole esto. Quiero preguntarle entonces: ¿puedo contar con que no hablará con nadie y así seguiremos trabajando en ello?.

Dedicó al proyecto más de diez años; maravillado, ahora puede contar cuánto aprendió del imposible equilibrio entre la vida y la nada, de la resistencia de aquélla a perecer. Le divierte que sus vecinos sólo sepan de su trabajo porque colaboró en la película The Martian, y que sólo le pregunten por sus inexistentes charlas con Jessica Chastain.

─¿Sabes qué fue lo más emocionante de todo? -pregunta seguro de que no podría averiguarlo, y sin esperar mi negación-. El escalofrío que sentí cuando Sharon me hizo esa pregunta que me devolvió al instante en que mi abuela Lucía me confió el secreto de su cazanubes.

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